Roberto Moldavsky «Según mi mamá, de chico quería ser Mirtha Legrand»

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20 de enero de 2019

El humorista del momento. El año pasado ganó el ACE y el Martín Fierro a la vez. ¿Pero cómo empezó su vocación por el humor? En pleno éxito, se ríe de sus raíces judías y de sus desgracias. No obstante confiesa: “Todos los días pienso y sueño la muerte”.

En terapia con José Eduardo Abadi

Hace alrededor de cinco años, te vi hacer stand up en la fiesta de un amigo. Nos sorprendías con la imaginación y con juegos. En ese momento pensé: “¿Se imaginó que iba a tener este éxito?». Hoy, en los anuncios de los diarios, dicen que Moldavsky «es el número uno en ventas de entradas en el teatro».

Ese Moldavsky que viste disfrutaba de un instante puntual, de ese evento privado. Por aquella época, yo estaba en un teatro trabajando dos veces por mes y, si bien no llenábamos, me parecía genial y pensaba: «¿Para qué necesito más yo?» Cuando Gustavo Yankelevich me viene a buscar y me dice: “Esto es algo que hay que hacerlo masivo. ¿Por qué está escondido?». Yo le respondía: «¿Para qué?» Nunca pensé que iba a haber un cartel mío en la calle Corrientes. Cuando miro las publicidades no lo puedo creer. Es más: el otro día ví el anuncio en un local y pedí si me lo podía llevar.

Tu público se amplió.
No sólo salimos de la comunidad judía. sino que bajamos el promedio de edad de la gente que nos viene a ver. Eso sorprende, porque se convirtió en una salida familiar. Yo lo comparo con un recital, porque es uno de los pocos lugares en donde padres e hijos pueden convivir. En una parte del show tengo un sketch con mi hijo. Él me escribe parte de los guiones porque tiene una visión más joven de las cosas. En una oportunidad le dije: «¿Por qué, en vez de escribirlo, no lo hacemos? Que la gente vea lo que nos pasa y se identifique». Es un momento muy gracioso por la manera en que lo planteo. Mi hijo estudia Filosofía y le planteo en el escenario, haciendo del Moldavsky comerciante “¿En qué me equivoqué?¿Qué hice mal para tener un hijo filósofo?” (risas). Hay una edad en la que a los hijos les damos vergüenza y que no quieren mostrarnos … Pero mi mayor triunfo es que ellos me piden entradas para sus amigos.

Vos contaste los comienzos de la tradicional familia judía, de la experiencia de vivir diez años en Israel, del comerciante que vendía ropa en Once. Cuando estabas en la primaria, ¿eras un pibe con ganas de tomarse la vida en joda?
Sí. Mi mamá me describía de una manera un poco extraña. En sexto grado me disfracé de Mirtha Lergrand e hice un sketch en la escuela «Mi hijo quería ser Mirtha Legrand» decía mi mamá, una frase un poco fuerte (ríe). Desde chico era desinhibido, me gustaba actuar y hacer reír. Mi víejo era un excelente contador de chistes. De ésos que los cuentan largos y que van haciendo los diferentes acentos de cada país.

Ahí había un modelo para vos.
Si. Una vez leí una frase que decía: “Es obligación de un padre dejarle el oficio a un hijo». Por supuesto que tenía la correlación que en aquel momento había que enseñarle al hijo a cazar o a pescar para que subsistiera. Pero adaptado al hoy, mi viejo me dejó esa profesión y yo no me dí cuenta hasta hace dos años.

No sólo te deja el oficio y ese modelo de un padre divirtiendo, sino que también hay un padre haciendo feliz con ese relato.
Mi viejo era un tipo muy divertido, el típico padre que tus amigos aman. Cuando salía con mis amigos y volvíamos a las cinco de la mañana, venían a casa y decían: «Vamos a despertar a tu viejo». Y nos íbamos a tomar un licuado de banana a un bar de la esquina que estaba abierto, en Paternal. Mi mamá puteaba y decía: «¿A dónde vas, Jacobo? Son las cinco de la mañana, vos no sos un chico». Era un padre que todos los demás envidiaban. Era muy generoso, a pesar de que económicamente tenía vaivenes.

«Mi viejo era el monumento a la inestabilidad pura, pero mi mamá representaba lo estable.»

¿Vaivenes?
Si, era un monumento la inestabilidad. Pero en los momentos en que estaba bien, era muy generoso. Desmedidamente.

¿A qué le atribuías esta inestabilidad? Más allá de la situación del país, claro.
Él era vendedor. Lo he visto vender de todo y vendía bien. Quizás estaba un año trabajando y su jefe lo quería porque era bueno, y al tiempo decía: «Esto lo tengo que hacer solo, no necesito a esta gente». Era una constante. Mi papá era mecánico dental, había estudiado eso pero no le gustaba. Esa profesión le hubiera dado estabilidad.

Relax.

Qué interesante. Quería correr el límite para arriba.
Exactamente. De grande yo estaba en Israel y él trabajaba en la Argentina vendiendo maderas. «Me voy porque me pongo un emprendimiento con un socio», me dijo. Yo ya era más grande y le dije «Por favor, no lo hagas, porque ya lo hiciste muchas veces y no te fue bien». Hizo lo que quiso y cuando quiso volver al trabajo ya habían tomado a otro

¿Era doloroso?
La verdad que si. No diría que fui el padre de mi padre, pero si que aportaba guita en mi casa. Yo laburaba en la Embajada de Israel. Me fui a Israel y después ocurrió el atentado. Ganaba muy bien porque me pagaban en dólares y tenía que poner dinero en mi casa. Después en terapia, entendí. Fue un abuelo increíble al cual mis hijos amaron con devoción. Heredé de él esa parte generosa; me ocupo y me preocupo de la gente que está a mi alrededor.

Ese hacer reír tuyo es un hacer reír generoso, es brindar. Parte del disfrute tuyo cuando te escucho, que es hacer divertir al otro para que se ría, lo hacés desde un lugar generoso.
Siempre digo que no sé si hay muchas cosas en la vida más lindas que hacer reír; decir algo y encontrar la sonrisa del otro lado es un feedback hermoso de ver.

Es muy interesante. Cuando nos reímos logramos una unidad con todo el resto, es como esas fiestas rituales que disuelven distancias y crean algo en común.
Me hacés sonreír, porque cuando comienza el show les digo que vamos a terminar siendo un grupo muy unido. Lo hago en chiste. Digo: «Vamos a terminar muy unidos, con alguna diferencia con aquellos que vinieron por el 2 por 1 …. Ahí siento una distancia. Pero el resto vamos a ser unidos».

Bajás del escenario para estar con ellos y volvés a subir.
Eso no lo hago. Excepto cuando pasan cosas muy puntuales. El otro día pasó que un señor se reía de una manera muy fuerte y muy constante … ¡Era impresionante! Lo tuve que integrar al show porque la gente se distraía. En un momento dije: «Chicos, es una persona que viene conmigo. Yo lo contraté». Y veía que él seguía y que la mujer lo codeaba para que se *callara*. Después me encontró por Facebook y me escribió: «Soy tal persona, te quiero pedir disculpas porque fui yo el que no paraba de reírse. Mi mujer me pegó 28 codazos, pero la pasé tan bien y me reí tanto que no lo podía controlar». A veces me pasa también que hay alguna señora que se ríe antes del remate y le digo: «Ay, tía, esperá a que termine porque se van a dar cuenta».

Una de las cosas que tiene el humor es la sorpresa, por eso me cuesta entender cuando en televisión un sketch repite lo que se vio todas las semanas. ¿Cómo jugás con la sorpresa?
Yo me permito improvisar y dejarme ir. En general, disfruto y estoy muy atento a lo que pasa. Nosotros tenemos marcados momentos del show en los que sabemos que hay puntos altos de risa y que generan aplauso automático. Por ejemplo, cuando digo que López, el de los bolsos en el convento, tendría que haber tirado los bolsos en una sinagoga y que so habría sido mejor. Ahí hago la pantomima de lo que habría pasado: un paisano rezando y ve que empiezan a caer los bolsos, el tipo dice: «No vino el Mesías, pero manda el efectivo» (risas).

¿Sentís cómo agradece el público?
Si. Me cargan porque al final del show me arrodillo y les agradezco por haber venido y por hacer el esfuerzo. Hay algo mágico. La persona da de su tiempo para venir a escucharme a mi, y encima lo paga. Pienso cuánto me está dando esa persona que saca la entrada cuando todavía no le di nada. Escucho actores que se quejan y que dicen que “tienen que parar porque el cuerpo les esta hablando”. Y yo digo: ¿parar de qué? ¿de esto? ¿de que la gente te dé cariño y te aplauda?

Absolutamente. Aunque parezca paradojal y contradictorio, tiene que ver con una mística laica. Es fundamental, tanto para el que oficia el sermón como para el que lo escucha. Antes hablabas de tu papá. ¿Qué podrías decir sobre tu mamá?
Ella era fantástica. Así como mi viejo era la inestabilidad pura, ella era la estabilidad. A mi terapeuta no le gusta que lo diga, pero mi mamá representaba la incondicionalidad. En cualquier situación que me encontraba, ella sonreía. No me preguntes por qué lo hice, pero hace alrededor de siete años, cuando me divorcié, me fui a vivir con ella, que ya había enviudado. Me dije a mi mismo: «Qué retroceso, ¿qué estoy haciendo?». Para colmo, dormíamos en la misma habitación, sólo que en dos camas individuales. Más allá de que tenía que soportar sus ronquidos, también me despertaba por el reloj, que ponía a las 6.45 y no escuchaba. Yo no entendía por qué lo clavaba en ese horario, si no se levantaba de la cama. Pero me decía que lo dejara. Estuve unos meses viviendo con ella hasta que me di cuenta de que no podía seguir ahí, por mí. Sin embargo, ese tiempo la pasé increíblemente porque me cuidaba. Ella no tenía mucha instrucción; era de la época en donde las familias te querían casar joven… Y resistió a ese mandato. Por eso era valorada en la familia: se casó con ese ruso que era mi papá a los 29 años. Ese ruso era a quien ella misma había elegido y de quien se había enamorado. Tenía una comprensión de toda la situación que yo vivía con el divorcio y su cabeza era abierta, completamente distinta a lo que parecía.

«No salí al mundo enseguida después de divorciarme: primero me fui a vivir con mi mamá y después, con mi hermana.”…

Ella te entendía.
Sí, era la persona a quien le podía contar lo que me pasaba. Ella entendía y no me decía frases intelectualmente muy compuestas, pero sí me decía lo que yo quería escuchar y también me transmitía que contaba con ella.

Con el movimiento emocional que implica un divorcio, volver a ese lugar de contención es fundamental. Está volviendo un hombre grande que se ha separado y no un nenito del cual se dice que “va a la casa de la mamá”.
¡Por eso tenía miedo de decirte y que me hicieras venir dos sesiones más! Al principio pensé que era un retroceso, pero a mí me ayudó mucho. Yo me fui a vivir con mi mamá, después pasé a vivir con mi hermana que tiene un dúplex, y recién ahí volví a vivir solo. No salí al mundo enseguida.

Se ve que se produjo un cambio muy grande con esa separación.
No sólo dejé el matrimonio, sino que también a la vez dejé el trabajo en el Once. Fue el momento en el que decidí empezar a trabajar como artista.

Era un salto cualitativo. El auténtico vos estaba siendo desplazado y minimizado como un hobby.
Claro. Y a los 48 años y con hijos grandes.

Una linda edad para empezar. Freud escribió Lo interpretación de los sueños a los 45.
¡Mira qué buen dato! Si lo hubiera sabido antes… Es una edad en la que todos te dicen: “Ya pasó el tiempo, estas grande, no cambies».

Esa especie de decretos basados en repeticiones que se creen verdaderas pero que son falsas. Comienza cuando comenzás. Uno tiene que cambiar y no repetir.
Es verdad. Intento transmitirle eso a la gente grande: se tienen que animar a cambiar. Obvio que no es todo “seguí tus sueños, el que quiere lo logra”, porque en el camino pasan muchas cosas y no es todo fácil, pero yo soy el ejemplo de que se puede hacer.

El “no se puede” está ligado al “no se anima”.
Yo siempre digo que lo tienen que hacer. No importa si esa persona va a estar en el aviso del diario o si va a estar haciendo shows para los amigos… Eso no interesa. El tema es que lo hagan. Yo lo empecé a hacer por hacerlo, no porque pensé que me iba a pasar.

¿Vos sos religioso?
No. A pesar de que en la familia de mi mamá son muy religiosos; a mí me pegó el lado más ruso y laico. A pesar de que viví diez años en un kibutz y soy un enamorado de Israel.

¿Porqué te fuiste a vivir allá?
Quería cambiar el mundo. También por una posición ideológica de que los judíos teníamos que vivir en Israel y que el kibutz era la forma de vida que se venía para el futuro. Me fui convencido con un movimiento juvenil. Lo que pasa que, como dice la frase, es muy fácil hacer una revolución, el problema es el día después. Cuando llegamos, nadie nos estaba esperando con banderas que dijeran que llegó la salvación. Igual, nos integramos.

Pero te quedaste diez años…
Sí, pero me encontraba ordeñando una vaca y yo lo más cerca que había visto a ese animal era en la carnicería.

¿Por qué te volviste?
Porque después de que tuvimos a nuestro hijo, mi ex mujer la pasaba mal porque estábamos lejos de la familia. Era una situación constante, a pesar de que laboralmente le iba bárbaro y de que nos gustaba mucho el país. Pero había algo que no podíamos resolver. En una terapia que hicimos allá, el psicólogo nos dijo: “Veo mas chances de que Moldavsky sea feliz en Buenos Aíres de que lo sea acá». Y nos volvimos. Después nos pasó que a los dos años y medio nos arrepentimos, pero me dije: no puedo hacer un container cada dos años para moverme de país. No estoy arrepentido porque me encanta la Argentina: soy hincha de Boca, me encanta ir al teatro y me gusta la comida de acá. Pero cuando te vas bien de un país, quedás muy ligado al que dejás. Por eso, todos los años viajo para allá y hasta hago shows.

¡Qué interesante!
Sí, los hago para una comunidad de argentinos y de latinos que está radicada en Israel.

¿Tenés un solo hijo, Roberto?
Un hijo y una hija.

EXITO Y RECONOCIMIENTO
El año pasado, Roberto Moldavsky ganó el ACE y el Martin fierro (foto) a la Mejor labor Humorística en teatro y TV. Su nuevo espectáculo, Moldavsky sigue suelto, gira por todo el país, con banda musical (sí, también canta) y ómnibus propios. Su gran desalío ahora es hacer una temporada exitosa en Mar del Plata, en el teatro Roxy Comedy, donde se está presentando actualmente.

¿Y qué tal la relación con tu hija?
Bárbara. Más allá del amor que me hace sentir, es mi pasaporte a la modernidad. Es la que me explica lo que está pasando, es la persona que va a ver el show y me hace una devolución. Además de ser la hija soñada, es la persona que me va explicando no sólo la tecla del celular que tengo que tocar, sino también cómo son los nuevos tiempos y también me explica las cuestiones que tienen que ver con el feminismo.

Aprendés con ella.
Claro, e incluso aprendo con la decepción. Ella es periodista y productora de radio, y en un momento trabajó en un programa político. Me decía: «Papá, olvidate, a los políticos no les importa todo eso que a vos sí». Y yo le decía: «Vos tenés 22 años, ¿por qué pensás así?» Y ella me decía: «Porque los veo, porque los escucho”. Los hijos te enseñan y te explican, ellos son lo mejor.

Te hago las últimas preguntas. ¿Le tenés miedo a la muerte?
No le tengo miedo, pero se me han muerto amigos cercanos durante los últimos dos años y empecé a pensar en el tema. No lo pienso con preocupación ni con dolor por el momento, pero si sé que está acá entre nosotros. La pienso y la sueño.

¿Te sirve para crear?
Sí. Escribí un monólogo sobre algo que me pasó en el cementerio cuando fui a visitar a mi viajo. Mi hermana de Israel
no es consciente de lo que estoy viviendo y no entiende por qué la gente me saluda en la calle. Había gente que pasaba llorando en el cementerio y que me decía: «Vos me hacés es reír». También hay gente que se piensa que los humoristas vamos a todos lados para sacar letra, y no es asi. Entonces mi hermana ve eso y se indigna. Sin embargo, en ese momento, con lo que me pasó, me salió un monólogo con todo lo que estaba sucediendo ahí. Enterrar a alguien es terrible, pero por otro lado el humor es un atajo para poder trabajarlo. Obvio que me pongo a pensar en mis hijos y en la gente que ya no me va a ver, y también si mis seres queridos van a estar bien. Por ahora no le tengo miedo.

Última. ¿Tenés pensado incursionar en otro ámbito artístico?
Me encantaría actuar en una ficción o en cine. No soy actor y puedo ir a castings y rebotar. Gustavo Yankelevich me dice «Vos sos actor». Actuás, imitás, sólo que tenés tu propio guión». La verdad es que me encantaría ser un actor completo.

EN TERAPIA CON ABADI
(*) Psicoanalista y escritor

Cambiar, para no caer en estereotipos
Hay encuentros, como el que tuve con Roberto, en donde se tiene (y nos sucedió a ambos) la sensación de que ya nos conocemos, si bien sólo nos habíamos visto ocasionalmente un par de veces. Esto se debe generalmente al establecimiento de un puente, una empatía espontánea, que abre la puerta de le franqueza.
En nuestro diálogo no tuvo lugar la formalidad o la seriedad rígida que naturalmente inhiben la fluidez de una conversación, Así le sucedió a Roberto, y así en esas ocasiones ambos festejamos el logro.
Roberto sabía de su actitud para el humor, ese don misterioso, y lo ejercía. Pero admite no haber llegado a imaginar que esa versión más íntima o – si se quiere – doméstica, que eran sus stand ups en fiestas o eventos (yo tuve la oportunidad de verlo en una de ellas hace bastantes años y ahí me tomó el pelo y todo), se convertiría en una convocatoria que hoy en día es realmente enorme: teatro lleno todas las funciones. Eso le he permitido crecer. Además, sin perder su espíritu original, se animó a exigirse un poco más para otorgar una mayor variedad a su espectáculo.
Como cuenta él mismo, fue comerciante del Once, en donde trabajó desde pibe y es miembro de una familia judía clásica, pero usa estas circunstancias como ingrediente para construir su personaje: una especie de antihéroe, confesor de falencias y frustraciones. Pero sabiendo convertirlas en humor, ironía y con una visión particular de la realidad.
Casado, divorciado, padre muy presente de sus hijos, sabe cuándo es necesario tomar la distancia suficiente con personas o acontecimientos para poder observarse, corregir, aprender e intentar nuevas combinaciones para no caer en estereotipos.

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