Alberto J. Armando «Las memorias de un caudillo boquense»

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8 de noviembre de 1988

A los 78 años, ALBERTO J. ARMANDO repasa su vida y sus 23 años (1955/56; 1959/80) como presidente de la institución, recordando sin ira, pero también sin omitir detalles. Es posible discutir su obra, el estilo, pero lo que nadie podrá negarle jamás es su pasión por Boca y la notable fuerza emprendedora de un hombre vital.

Mi vida tiene dos pasiones: Boca y los autos. Lo de Boca nace en 1925, como un reflejo de la gloriosa gira por Europa, por las noticias que llegaban a Humberto Primo, en la provincia de Santa Fe. Yo nací el 4 de febrero de 1910, en Estación Elisa, que apenas es un punto en el mapa del Departamento Las Colonias, también en Santa Fe. Mi infancia fue feliz, mis padres, Félix Armando (italiano) y Lucía Maricano de Armando (argentina), tenían un negocio de ramos generales, algo muy común en aquella zona y por esa época. Pero a los 14 años la vida me dio un golpe muy duro: entre el 7 de octubre y el 14 de noviembre de 1924 perdí primero a mi madre (raspaje por un embarazo) y después a mi padre (por ese disgusto y unos problemas económicos le dio un ataque al corazón). Quedamos cuatro hermanos, yo el mayor, y tres mujeres que siempre estuvieron bajo mi amparo.

Me voy a Humberto Primo, que estaba cerca de Estación Elisa, y consigo trabajo en otra casa de ramos generales. A los pocos días, en el restaurante donde comía con unos pocos pesos ahorrados de lo que me había dejado mi padre, veo un cartel que dice: «La concesionaria Ford busca cadete». Fui y me encontré con un sueldo de 35 pesos; en el otro empleo ganaba 40. Volví al almacén y les dije que me iba a la concesionaria. «¿Por qué? —me preguntaron—. ¿Le pagan más?». No —les contesté—, menos, pero yo quiero manejar autos. Fue mi suerte, si no hubiera arriesgado, posiblemente todavía hoy seguiría pesando azúcar, y yo acostumbraba a poner el azúcar con fuerza para que la balanza bajara enseguida. Claro que tampoco era cuestión de perder plata, porque 35 pesos de sueldo para quien tenía que vivir en pensión y comer en restaurante no era nada. Así que me busqué otra fuente de ingresos. Al mediodía iba a la pensión y servía a todos los pasajeros. Por eso me empezaron a pagar 40 pesos, entonces los 35 de la concesionaria me quedaban limpios, y trabajaba en lo que más me gustaba.

Digo que mis pasiones son los autos y Boca. Pero nada de ello hubiese sido posible sin un respaldo familiar.

Digo que mis pasiones son los autos y Boca. Pero nada de ello hubiese sido posible sin un respaldo familiar. Mi vida personal puede parecer enredada, sin embargo no es así. Me separé de mi primera mujer, Ester Borra, hace 15 años (ella falleció en 1987). Y tengo una hija, Lucía, de una relación con una señora que no me parece inconveniente nombrar, Irma María Polito. Mi segunda y actual esposa, María Mercedes Crespo, que es a su vez separada, tiene una hija, Patricia Mónica, que me mima diciendo que es una Armando. Las dos, Lucía y Patricia Mónica, me han dado cinco nietos maravillosos: Augusto, Tomás, Patricio, Ezequiel y María Cecilia. Mi hija Lucía, para mi suerte y felicidad, fue amiga primero de Ester y ahora de María Mercedes. El núcleo familiar, al cual le asigno vital importancia en la vida de los seres humanos, afortunadamente siempre fue un punto de apoyo para mí.

De cadete de mandados y limpieza me ascendieron a cadete vendedor. A los 16 años salía con el Ford T a visitar clientes, y si no vendía un auto por ahí colocaba una bolsita de talco o una cajita de parches, porque en esa época no existían las gomerías; el que pinchaba tenía que arreglarse Ia cámara solíto. Eso, lo mismo que las latas de aceite, me dejaba un diez por ciento de comisión. Hice el servicio militar en Paraná, y cuando me dieron de baja entré a trabajar en la Ford de San Francisco. Un año después me fui como gerente de ventas a Zenón Pereyra, en la provincia de Santa Fe, a una empresa que estaba perdiendo plata. La tomé y no sólo dejó de perder, les hice ganar el premio Club de Productores que daba Ford. Nos habían asignado nueve autos y tres camiones, yo vendí todo eso y veintisiete autos más. Fue un caso único en el país. El concesionario Chevrolet de la zona, que en aquel entonces era una competencia terrible, no vendió ningún vehículo. Como gerente ganaba 90 pesos, más el diez por ciento de comisión sobre todas las ventas. Estaba levantando la cabeza. De Zenón Pereyra volví a San Francisco, esta vez como gerente general de otra concesionaria Ford. Tenía 28 años.

En San Francisco lo conocí a Dante Panzeri, que entonces era periodista de «La Voz de San Justo». Hicimos una buena relación, a tal punto que casi todos los mediodías, después del almuerzo, venía a buscarme a mi casa para ir juntos al café de Ferrasi, que era medio rasposo y por eso en el pueblo le decíamos «La Bolsa de Comercio». A ninguno de los dos nos gustaba dormir la siesta, preferíamos jugar al tute o al chinchón. Mi pasión por los autos no se agotaba en la venta, también me gustaba correr. Me anoté en tres carreras que se hicieron en Santiago del Estero, las de Añatuya, Colonia Dora y Pinto. Dante me ayudó mucho consiguiendo publicidad para el auto. No anduve entre los primeros, pero me di el gusto, me pude mezclar entre los grandes. Oscar Gálvez estaba sacando patente de ídolo, y muchos años después sería el capitán de mi escudería: Los Pumas de Armando.

Mi buena relación con Panzeri se trasladó a Buenos Aires. Yo me vine en 1943, formé mi propia empresa, Dante llegó después a EL GRAFICO. Nuestro diálogo siguió siendo fluido, incluso él me alentó cuando yo le dije que quería ser presidente de Boca. La amistad se cortó por algo que nunca llegué a explicarme bien. Dante tenía un amigo, Pedro Rodríguez, que en San Francisco jugó conmigo al fútbol en la primera división de Tiro y Gimnasia, y que no tuvo mucha suerte en la vida, siempre anduvo necesitado. Dante una vez me pidió por Rodríguez. Yo ya estaba en buena condición y en esa circunstancia mucha gente cree que todo es posible. Para ser rigurosamente estricto con la verdad, confieso que nunca me gustó prestar dinero. Puedo hacer favores, gestiones por terceros, todo eso encantado, más si existe amistad por medio, pero dinero no. Mi negativa a ese pedido deterioró mi relación con Panzeri. Es difícil comprobarlo ahora, han fallecido los dos (Panzeri y Rodríguez), pero creo que este episodio influyó mucho. Dante fue el crítico más riguroso que tuve, atacó casi todos mis actos como presidente de Boca, pero yo jamás dudé de su honorabilidad periodística. Siempre creí, y lo voy a creer hasta el último día de mi vida, que sus ideas discrepaban con las mías, nada más que eso.

En San Francisco lo conocí a Dante Panzeri, que entonces era periodista de «La Voz de San Justo».

El punto máximo de nuestro desencuentro se produjo en 1963. Boca tenía que jugar la Copa Libertadores con Santos, y Panzeri, en un programa de televisión, palabras más palabras menos, dio a entender que a Santos no le convenía venir a Buenos Aires porque los jugadores de Boca iban a quebrar a Pelé. Yo lo estaba viendo en mi casa, salí corriendo, agarré el coche y sin respetar semáforos llegué hasta Leandro N. Alem y Viamonte, donde estaba el viejo Canal 7. En la esquina, por el apuro, choqué con un taxista; el hombre se bajó como loco, con una barra de hierro y, cuando estaba por pegarme, me reconoció. . . Yo le grité que llevara el coche a mi concesionaria, que no se preocupara por el arreglo. Llegué a la puerta del Canal, agarré de un brazo al portero y le pedí que me llevara hasta el estudio donde estaban transmitiendo. Cuando Panzeri me vio detrás de las cámaras le dijo a la audiencia que yo estaba en el estudio y que me invitaba para el próximo programa, porque ya no tenía tiempo. Eso me enfureció más, entré en la escena ignoré la mano que me tendía Panzeri y dije algunas cosas fuera de lugar. Todo eso, penetrar en un estudio de televisión, interrumpir una transmisión, me costó un serio problema judicial; durante dos años tuve que pedirle permiso al juez para poder salir del país. . . Ese día, al lado de Panzeri estaba Ernesto Lazzatti, quien había sido el técnico campeón con Boca en 1954. Me extendió su mano y yo también la ignoré, pero le dije algo muy grave: «Usted es un traidor». Si hay algo de lo que estoy arrepentido en mi vida, es de eso. Fue una consecuencia de la situación. Lazzatti es un hombre de bien, un verdadero caballero.

En 1952, ya instalado en Buenos Aires, con la concesionaria en pleno desarrollo comercial, le vendí a la Policía Federal Argentina 681 autos Ford Falcón. Yo tenía de asesor a un pariente de Miguel Gamboa, que era el jefe de policía, y así nos enteramos de que había una oferta de Mercedes Benz para renovar toda la flota de la Federal, a un costo de 5.000 dólares por unidad. Yo ofrecí entonces los Falcón a 2.000 más un departamento de repuestos incluido en el precio final. El problema era la forma de pago: el gobierno de Juan Perón ofrecía un 20 por ciento al contado y el saldo en cuatro cuotas semestrales con el 2 por ciento de interés amortizable anual. Mi participación en el negocio era el 10 por ciento de comisión, nada más. Había que importarlos coches; el negocio lo hacía la Ford Motor Company de los Estados Unidos con el Ministerio del Interior. En Ford había cierta resistencia por la forma de pago, porque si bien se trataba de un gobierno constitucional, existía cierta desconfianza hacia el peronismo. Lo fui a ver a Joseph Rodríguez Roda, que era el presidente de la filial local y que en rigor de verdad se llama José Rodríguez (se había cambiado el nombre para estar a tono con ese cargo); para destrabar la operación me aconsejó que viajara a los Estados Unidos. Me tomé un avión, me instalé en el Waldorf Astoria de Nueva York y no me moví hasta no conseguir el objetivo. Incluso tenía una audiencia con el mismo Henry Ford, en Detroit, a quien ya conocía de otros viajes. Pero no resultó necesario: Ford aceptó el negocio que le llevaba. A la vuelta, ya entregados los autos, fui a verlo a Gamboa y le quise regalar una lapicera Parker como recuerdo. Gamboa era un funcionario intachable y no aceptó, me dijo que era lo mismo que una coima. La lapicera está en mi casa, me quedó a mí como un recuerdo. Lo único que aceptó fue que le enviara una orquídea a su mujer. Por esa operación el país me tendría que haber premiado. En cambio, cuando cayó Perón, me tuvieron 49 días en la cárcel, con la empresa intervenida, pero no me pudieron constatar ninguna irregularidad, porque no la había. Lo que pasa es que hay muchos parásitos que viven haciendo denuncias. Yo figuraba en la agenda telefónica de un señor que me había pedido un préstamo en dinero, y como no lo obtuvo (ya hablé de mi alergia por los préstamos) y sí tenía problemas políticos, me quiso ensuciar con una denuncia. Cuando se hizo el careo y se demostró su falacia, me dejaron en libertad.

La Selección del Presidente
Gatti, Lombardo, Melendez, Orlando, Marzolini, Rattin, Madurga, Ponce, Rojitas, Menendez, Ferrero

La Selección suplente de los jugadores que actuaron en Boca durante sus 23 años de presidente. Roma: Simeone, Silvero. Pescia. Bordón; Dino Sani, Alberto González; Roselló, Borello, Valentim, Novello. ‘En este equipo hay algunos jugadores fuera de puesto, pero no quería olvidarlos’.

Desde San Francisco o Zenón Pereyra venía muy seguido a Buenos Aires. Entonces no existían esos enormes camiones que hoy sacan los autos de las fábricas y los reparten por todo el país. No. Había que venir y llevarlos andando. En cada viaje aprovechaba para ver un partido de Boca, como un hincha más que llega del Interior. Pero ni pensaba actuar como dirigente, ni siquiera al instalarme en Buenos Aires, ya lo dije, en 1943. En 1949 había elecciones y se presentó como candidato a presidente mi gran amigo Antonio Llach, quien me invitó a acompañarlo como tesorero. Le dije que sí a Llach y a un grupo de talentosos amigos, aunque no estaba muy convencido. Perdimos frente a la lista de Daniel Gil y me dije para mí que no volvería a insistir. Pero el destino quiso otra cosa. A mediados de 1953, volviendo de Suecia, advierto en Ezeiza un montón de banderas de Boca. Primero pensé que en el avión había un notorio personaje del club, pero me encontré con una sorpresa: me estaban esperando a mí para ofrecerme la candidatura a presidente. Y los promotores de la idea eran tres glorias boquenses, nada más y nada menos que Ludovico Bidoglio, Segundo Médice y Ramón Mutis.

Boca venía mal. El último título lo había obtenido en 1944, o sea que se acercaba a los diez años sin darle una alegría a la hinchada. El candidato de la otra lista era nuevamente Daniel Gil, y yo tenía una duda. Algunos amigos me habían comentado que a Gil lo respaldaba Perón, y yo no quería tener problemas con el presidente. Lo llamé a Luis Elias Sojit, que era el conductor publicitario de mi escudería («Los Pumas de Armando»), y le dije: «Vos tenés muchos amigos en el gobierno, incluso llegás fácil a Perón. Andá y pregúntale la verdad: a quién apoya». A los pocos días volvió con la respuesta: «El General no se mete en la interna de Boca, si alguno está usando su nombre es mejor que lo saquen volando». Con esa tranquilidad acepté la candidatura, y ganamos por escándalo, por 10.000 votos de diferencia. Ya que nombré a Luis Elias Sojit, lo quiero recordar como un fiel amigo. Un día volvíamos de Santa Fe, yo manejaba el coche y él iba a mi lado; en el asiento de atrás estaba Pedro Fiore. Ellos fueron los creadores del mote que identificó para siempre mi escudería en Turismo de Carretera y cada uno de los autos vendidos en mi concesionaria. Pumas de Armando fueron Oscar Gálvez, los hermanos Emiliozzi, Víctor García, Daimo Bojanich, Sáenz Valiente y muchos muchachos más.

El punto máximo de nuestro desencuentro se produjo en 1963. Boca tenía que jugar la Copa Libertadores con Santos, y Panzeri, en un programa de televisión, palabras más palabras menos, dio a entender que a Santos no le convenía venir a Buenos Aires porque los jugadores de Boca iban a quebrar a Pelé.

En mi primer año de mandato, 1954, Boca salió campeón. Lo convoqué a Ernesto Lazzatti como director técnico y sólo compramos dos refuerzos: Baiocco, que era de Estudiantes de La Plata, y Roselló, de Nacional de Montevideo. Pepino Borello estaba a préstamo en Chacarita y volvió al club. En verdad, yo me tiré un lance con el Nene Rial, que estaba en el Real Madrid, pero él declinó mi oferta y me asesoró con respecto a Roselló: «No se equivoque, Armando, es un muchacho que Nacional tiene suspendido y como no juega atiende un boliche. El que esta jugando es el hermano, pero compre al otro, que es el mejor». Me fui a Montevideo y lo traje por 10.000 dólares. Lazzatti había sido el «Pibe de Oro» para la hinchada, una auténtica gloría boquense, pero no tenía antecedentes como técnico. Lo llamé porque era un hombre que sabía de fútbol, y porque cubría el porcentaje de verdad que yo le asigno a los técnicos, el veinte por ciento, el resto es mentira. Ese veinte por ciento contempla saber distribuir el equipo en la cancha, marcar los errores, formar el grupo y tener autoridad. Lazzatti sacó del equipo a Herminio González, «Pierino», que era ídolo de la tribuna, y puso como wines a Navarro y Marcarián, que hoy no podrían jugar al fútbol. En esa decisión Lazzatti mostró su personalidad. Y como era y es un hombre íntegro, al primer insulto de la tribuna se fue para su casa y no volvió más. Boca ganó el título y lo festejó jugando un amistoso con Almagro en la Bombonera. Boca perdió ese partido y Lazzatti no soportó la reacción de la gente.

Al año siguiente (1955) Boca compra un gran refuerzo, Cucchiaroni, y está primero en la tabla cuando se produce la revolución de setiembre de 1955, la que derrocó a Perón. Me tuve que hacer a un costado por esa investigación que estaban realizando en mi empresa. Yo nunca voté a Perón, ni a sus candidatos, sin embargo la Revolución Libertadora, a través de algunos personeros, me quiso identificar con el peronismo, y tuve que dejar la presidencia de Boca. Por eso perdimos el título de 1955, lo digo sin falsa modestia. En un equipo de fútbol el que manda es el técnico, pero el presidente del club debe tener una gran influencia sobre los jugadores. Todos los jueves al mediodía yo armaba una mesa para treinta personas en La Cabaña, venían los jugadores y alternaban con dirigentes políticos y empresarios que se peleaban para tener un lugar en esa comida. Los sábados al mediodía invitaba a un jugador a mi casa, con su señora, la novia o la mamá, y nos íbamos a comer al Veracruz. Después lo llevaba en mi coche hasta su casa. Así los comprometía a la causa de Boca y del equipo.

Mi estilo de conducción fue diferente, yo marcaba la autoridad presidencial. En las reuniones de Comisión Directiva escuchaba a todos, pero nunca acepté estirar las exposiciones hasta la madrugada: en tres o en cinco minutos se puede decir lo mismo. Una hora de sesión termina en algo productivo, cuando se habla cinco o seis horas predomina la confusión. Se me acusó de manejo dictatorial, y yo digo que soy un hombre democrático, afiliado a la Unión de Centro Democrático y conservador de toda la vida.

En mi primer año de mandato, 1954, Boca salió campeón. Lo convoqué a Ernesto Lazzatti como director técnico y sólo compramos dos refuerzos

En 1959 decidí volver a Boca. Había perdido a Antonio Llach, que no deseaba continuar como dirigente, formé mi comisión, ganamos las elecciones y empezamos la nueva era de Boca: en 1960, contratando a Roma, Marzolini, Orlando y, fundamentalmente, convocando a Vicente Feola en 1961. Lo fui a buscar personalmente a Brasil, pero primero pasé por las oficinas de Joao Havelange, que era presidente de la Confederación Brasileña de Deportes (CBD), y le pedí permiso para hacer las gestiones. Havelange, un gran caballero, me dijo que no me molestara, lo llamó él mismo y organizó el encuentro. Feola prácticamente formó el equipo de Boca que José D’Amico llevó al título en 1962. Fue una década de grandes jugadores: Rojitas, Menéndez. Dino Sani, Meléndez, Madurga, Grillo, y los que nombré antes, Marzolini, Roma, Orlando; y de grandes técnicos: Feola, Adolfo Pedernera, Alfredo Di Stéfano. A Beto Menéndez lo quise comprar cuando estaba en River, pero ese dirigente de lujo que fue Antonio Liberti me lo negó: «A cualquiera menos a Boca». Entonces lo fui a ver a Luis Seijo, que era presidente de Huracán, y le dije que me hiciera de puente: El Beto jugó para Huracán al año siguiente y en 1964 llegó a Boca. Todos saben el extraordinario rendimiento que tuvo con nuestros colores. Fue de la única manera que se lo pude sacar a River. Con Rojitas hicieron un fútbol de alto nivel.

El fútbol tiene muchas sorpresas, y el gusto de los técnicos es muy discutible. Cuando fui a buscar a Calla, la gente de Vélez Sarsfield me lo vendió con la condición de incluir a Simeone en la operación. Nuestro técnico, José D’Amico, puso el grito en el cielo: «No lo quiero, no lo voy a poner». Lo mismo me pasó cuando Adolfo Pedernera pidió a Pardo. En Gimnasia y Esgrima La Plata estaba Rogel, con una enorme mancha de tinta sobre su conducta, y lo tuve que traer contra la opinión de Adolfo. Años más tarde Juan Carlos Lorenzo me dijo que necesitaba a Salas, un wing de Newell’s y se lo conseguí agregando a Zanabria en el pase. Le traje la noticia a Lorenzo y no le gustó: «Usted haga lo que quiera, pero yo a Zanabria no lo preciso». La historia dice que los que hicieron grandes campañas en Boca fueron Simeone, Rogel y Zanabria. Pero yo siempre respeté los contratos y las opiniones de los técnicos. Rogelio Domínguez aceptó el cargo con una condición: eliminar del equipo a Suñé y a Marzolini. Y yo dije sí con todo el dolor de mi alma, especialmente por Marzolini, que fue un jugador de galera y bastón.

Admiré a varios dirigentes argentinos: Antonio Liberti, excepcional presidente de River; Valentín Suárez, un hombre con una profunda visión del fútbol argentino; José Amalfitani, que de la nada hizo un club fantástico como Vélez, y también a un gran conductor como Herminio Sande, pero más pillo que el resto. Sande tenía de ladero a un experto en esas picardías, un tal Víctor López. Ellos dos, y Teofilo Salinas, el peruano presidente durante muchos años de la Confederación Sudamericana de Fútbol, tienen que ver con el hecho más doloroso que me tocó vivir en el fútbol. En la Copa Libertadores de 1965 Boca fue eliminado por Independiente, pero con dos jugadores inscriptos en forma antirreglamentaria: Ricardo Elbio Pavoni y Roque Alberto Avallay. López y Sande se movieron para que en la AFA la ficha estuviera aparentemente en orden, pero yo mandé investigar en Montevideo (Pavoni) y Mendoza (Avallay) y demostré la falsedad. La Confederación Sudamericana formó un tribunal para analizar el caso y Raúl H. Colombo, presidente de la AFA, me dio la razón con su voto; en cambio votaron en contra Salinas y Miguel Pisano, que era delegado de Huracán. Fue lo más canallesco que me hicieron en el fútbol. Cuando me enteré de la maniobra salí corriendo para Ezeiza, porque me habían advertido que Salinas se estaba embarcando para volver a su país. Llegué tarde, el avión estaba carreteando, cosa que hoy celebro porque iba con la intención de hacer un gran escándalo. Esa enemistad mía con Salinas fue trágica para Boca, nos perjudicó en la Copa Libertadores. Muchos años después reconstruimos el diálogo. Salinas era un pillo y sabía rodearse de gente como él. Prefiero no hacer nombres, porque ellos pueden pensar lo mismo de mí.

Yo nunca voté a Perón, ni a sus candidatos, sin embargo la Revolución Libertadora, a través de algunos personeros, me quiso identificar con el peronismo

Creo que algo hice en Boca. En 22 años de presidente ganamos doce títulos: campeón 1954,1962,1964,1965,1969, 1970, 1976 (Metropolitano y Nacional), dos veces la Copa Libertadores (1977 y 1978), Copa Intercontinental (1978) y la Copa Argentina organizada por la AFA en 1969. Ahora Boca lleva siete años sin obtener un título, cosa que debería hacer pensar a los socios y la hinchada. Ahí está también el patrimonio que dejé: La Candela, la Ciudad Deportiva, que si son ciertas mis informaciones (hay gestiones para cederla a un grupo inversor por treinta años), van a ser la salvación económica de Boca, y no una fuente de gastos inútiles como algunos de los actuales dirigentes dijeron alguna vez.

La Ciudad Deportiva fue un milagro de muchos argentinos. En primer lugar es la obra de un hombre genial, el ingeniero Luis Delpini, a quien yo miré como un loco cuando me llevó a la Costanera y me dijo señalando el río: «Este es el lugar ideal». Es también el esfuerzo de los miles de argentinos que colaboraron de todas maneras para concretar el proyecto, desde los legisladores que hicieron la ley hasta los que compraron los títulos patrimoniales (vendí 120.000), pasando por miles de gestos de apoyo y adhesión. Yo cometí un solo error en la Ciudad Deportiva, un tremendo error, haber anunciado que el 25 de mayo de 1975 a las once de la mañana Boca iba a inaugurar su estadio en una de las islas. Quedé enganchado con esa frase. Pero tengo atenuantes, primero la gran inflación que produjo el Rodrigazo, en plena tarea de construcción (los pilotes del estadio están puestos). De pronto una bolsa de cemento pasó a costar más que el precio total en que habíamos vendido una platea.

Un Hombre, una Vida, una Pasión

Un acto de justicia. La ciudad deportiva se llama “Alberto J. Armando”.

La vuelta olímpica con Juan Carlos Lorenzo para celebrar el Metro ’76.

Su colega de River Píate, su admirado Antonio V. Liberti. Impulsaron el “fútbol espectáculo”.

Siempre cerca de sus jugadores. Una merienda en La Candela. Savoy, Sesín, Romerito, Rojitas, Rattín, Alfredo Di Stéfano, Silvio Marzolini, Gonzalito, Gioiosa. Boca ’69.

Mis años de presidente en Boca estuvieron acompañados de grandes dirigentes: Antonio Llach, Luis Bortnik, un excelente secretario; Francisco Toledo, un eficiente tesorero, y otros que recuerdo con cariño por sus calidades morales e intelectuales, Emilio Leveratto y Mario Gramiña, que colaboró mucho en La Candela. Son muchos los hombres que a lo largo de la historia han dado horas de esfuerzo para la grandeza de Boca, aunque no todos tengan el mismo nivel. El actual presidente, Antonio Alegre, es una buena persona, pero si fuera un buen presidente mandaría él, y no su vicepresidente. Los clubes más importantes del mundo necesitan una figura fuerte en el timón: Santiago Bemabeu, en el Real Madrid; Antonio Liberti, en River; el mismo Aragón Cabrera años después; Núñez, hoy en el Barcelona. Como fui yo, cosa que digo sin falsa vanidad. Por supuesto no hay que temerle a la barra brava. En 1973, por una diferencia de criterios que teníamos en algunos temas, tuve que quitarle el cargo de vicepresidente a Miguel Zapino, que hasta entonces era amigo mío, para pasarlo a una vocalía, una posibilidad permitida en los estatutos. Por esa decisión la barra brava me quiso intimidar, disparando doce balazos contra el techo del Salón Azul. Los demás dirigentes se tiraron al piso, yo me quedé frente a ellos, gritándoles cosas que no me gustaría reproducir en este momento.

En algunos corrillos se decía que yo jugaba apuestas personales con Paulo Valentim, que era una forma encubierta de darle más dinero. No. En esa materia yo trataba a todo el plantel por igual, les daba incentivos al margen de los contratos si ganaban una escala de puntos. El premio podía ser un mexicano de oro u otra cosa, penó sin hacer diferencias, Valentim venía a veces a la agencia y prometía un gol o dos para el domingo siguiente. Yo le decía: «Bueno, te tomo la palabra, si los hacés te regalo una heladera». Eso era todo. No fue mi jugador predilecto; al que más quise de los brasileños fue a Orlando, un hombre muy serio e inteligente. Siempre acompañé a los jugadores. Los sábados iba a La Candela a almorzar con el equipo sin hacer distingos en la comida. En la época de Juan Carlos Lorenzo había que respetar las cábalas. Si comían huevo frito y ganaban al día siguiente, había huevo frito hasta que se perdiera, y el presidente del club acompañaba aunque no le gustara el menú. Lo que esos jugadores sabían era que pertenecían a Boca, no estaban pendientes de un préstamo o del humor del dueño de su pase.

Creo que algo hice en Boca. En 22 años de presidente ganamos doce títulos: campeón 1954,1962,1964,1965,1969, 1970, 1976 (Metropolitano y Nacional), dos veces la Copa Libertadores (1977 y 1978), Copa Intercontinental (1978) y la Copa Argentina organizada por la AFA en 1969.

El técnico es como el gerente de una empresa, hay que darle el poder. Los mejores que tuvo Boca, en mi gestión, fueron Adolfo Pedernera, Alfredo Di Stéfano y Juan Carlos Lorenzo. Ninguno parecido entre sí, cada uno con su estilo. Lo que los une es una gran personalidad. Adolfo es una bellísima persona, pero no dudó cuando tuvo que echar a Sanfilippo, y lo respaldé, pese a que me costó años y dinero llevarlo a Boca. El campeón más brillante de Boca. Alfredo dirigió el campeón más brillante que tuvo Boca durante mi gestión, el de 1969 y también tenía mano dura, sacó del equipo a Rojitas y a Suñé; a los dirigentes se nos encogía el corazón, pero nadie decía una palabra. Lo de Lorenzo es notable. Consiguió más títulos que nadie, nos dio la tan anhelada Copa Libertadores, especialmente a mí que la perseguí durante trece años, y lo más meritorio, con un plantel modesto en comparación al que tuvieron Pedernera o Di Stéfano.

Ya dije que Boca y los autos fueron mis dos pasiones en la vida. Pero por Boca perdí tres fortunas ganadas con los autos. La primera en 1970, y Luis Bortnik, ya lo mencioné como un gran secretario y mejor amigo, me lo anticipó; también le pasó a él por darle su tiempo a Boca. Yo le estaba dedicando doce horas diarias a la Ciudad Deportiva, en la creencia de que todo andaba bien en mi Concesionaria, pero en verdad alguna de la gente que me rodeaba no eran tan leales como suponía. Resultado: después de 46 años tuve que dejar la Ford, y empezar de nuevo con un préstamo de un millón de dólares que me dio la Chrysler para que me pasara a Dodge (ahora Volkswagen). La segunda (también Antonio Liberti perdió dos fortunas), es mucho menor, cuando me dedico enteramente a ganar la Copa Libertadores, en 1977. No digo que la Copa se gane con plata, pero hay que trabajar mucho. Entonces tuve un disgusto tremendo con mi primera esposa, malvendí un piso en la Avenida del Libertador para poner la plata en Boca y eso me creó una difícil situación personal. La tercera y la última, porque espero no perder otra fortuna, es más reciente: tuve que entregar la propiedad de Avenida La Plata y venirme a esta de la calle Carabobo, en Flores, que es lo único que me quedaba. Esta es una situación de arrastre, un poco por Boca y otro poco por culpa de la famosa tablita de Martínez de Hoz. En esa época Norberto Cafiero (hermano de Antonio) y yo teníamos en sociedad la importación y distribución en la Argentina de los autos Mitsubishi. Los primeros meses ganábamos tanta plata que yo estaba asustado; si hubiera seguido así, hoy Boca tendría tres estadios: el que está pendiente en la Ciudad Deportiva, otro para entrenamiento y otro para diversión de los socios. Traíamos 1.500 autos mensuales y el crash de la tablita nos agarró con 9.000 autos en los galpones de Llavallol. El promedio a pagar era 25.000 dólares por unidad, y aquí los tuvimos que venderá 15.000 o 18.000 dólares. La pérdida fue de cincuenta millones de dólares: a mí personalmente me costó trece millones, porque no tenía más; el resto lo pagó Norberto. Los dos cuidamos nuestro apellido hasta la última deuda, nadie nos puede reprochar nada. Por eso, a esta altura de mi vida camino por la calle como siempre, con la mirada alta; sigo siendo Alberto J. Armando.

Ya dije que Boca y los autos fueron mis dos pasiones en la vida. Pero por Boca perdí tres fortunas ganadas con los autos.

Ya no me quedan ambiciones políticas en Boca. Los últimos años de mi vida los quiero dedicar a mi familia y a mi Concesionaria. Pero Boca está permanentemente en mi corazón. Sigo siendo el mismo hincha que en mi pequeño pueblo de Humberto Primo se emocionaba con los triunfos de la azul y oro en Europa. Ese amor por Boca, es mi eterno compromiso.

Producción: NATALIO GORIN
Fotos: RICARDO ALFIERI (hijo), FABIAN MAURI y ARCHIVO “EL GRAFICO»

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